domingo, 20 de julio de 2025

Última ronda

Llovía como si el cielo no tuviera ganas de detenerse. En una esquina olvidada del centro, el bar “La Frontera” abría hasta tarde para los que ya no esperaban nada del día. Era un sitio pequeño, con luces bajas y olor a trago derramado. Detrás de la barra, Marcos secaba vasos sin apuro, como si con eso pudiera alargar las horas.


A las dos de la mañana, cuando el ambiente era solo música suave y mesas vacías, entró ella.


Lucía.

Así se había presentado la primera vez que cruzó la puerta semanas atrás, vestida de rojo, con los labios a juego y una mirada que parecía pedir disculpas por adelantado. Esa noche no llevaba nada de eso, solo una chaqueta de cuero mojada, maquillaje corrido y una expresión que no buscaba llamar la atención. Pero la llamó.


Se sentó en la barra sin mirar a nadie.


—Un vodka doble —dijo, arrastrando las palabras.

Marcos le sirvió sin decir nada. No preguntó si estaba bien, porque sabía que la pregunta podía romper algo que aún no debía tocarse.


—¿Problemas? —se atrevió después de la segunda copa.

Ella se rió, sin alegría.

—¿Tú qué crees? Me dejó. Dijo que no podía seguir saliendo con "una como yo". Como si recién ahora se diera cuenta.

—Era un imbécil, entonces.

—Todos lo son. —Hizo una pausa—. ¿Y tú? ¿Eres imbécil también?


Marcos la miró, sin saber si la pregunta era una provocación o un escudo. Quizás las dos cosas.


—Tal vez —dijo, y le sirvió otra ronda.


Pasaron las horas. Ella hablaba y bebía, él escuchaba y asentía. Entre confesiones borrosas, risas que dolían y silencios que pesaban más que las palabras, se tejió una intimidad rara, hecha de abandono y vasos vacíos.


Cuando cerró el bar, ella seguía allí, tambaleándose al ponerse de pie.


—No quiero ir sola —susurró.

—¿A dónde?

—A ningún lado. Solo... no quiero estar sola.


Marcos no respondió. Cerró la puerta, la sostuvo del brazo y la acompañó a su cuarto, arriba del bar. Era un espacio pequeño, con cama deshecha y olor a cigarrillos fríos. Lucía se dejó caer sobre el colchón como si no pesara nada.


—¿Estás segura? —preguntó él, con la voz grave, cargada de dudas.

Ella lo miró, y por un momento pareció sobria.

—No. Pero no me detengas.


El resto fue silencio y tacto. No hubo pasión, ni promesas, ni redención. Solo dos cuerpos buscando calor donde no había más esperanza, dos naufragios abrazados en la misma tormenta.


Al amanecer, ella dormía envuelta en una sábana, y él fumaba en la ventana, viendo cómo la lluvia por fin había cedido.


Sabía que cuando despertara, nada cambiaría. Pero por esa noche, al menos, el mundo había sido un poco menos cruel para ambos.

TU NOMBRE EN LA LLUVIA

He escrito tu nombre en el humo de las fábricas,

en las alas del tren que se aleja sin mí,

en los cristales rotos de los días que no tuvimos.


Tu nombre es una ciudad que no figura en los mapas,

una flor que sólo crece en la saliva de los que recuerdan,

una antorcha que ilumina

la sombra que yo soy cuando no estás.


Oh, amada mía,

tus ojos no miran:

construyen.


Tu voz sube las escaleras de mi sangre

como una revolución nocturna,

como un ejército de suspiros

que arrasa los relojes y las leyes.


A veces, el mundo se parece a tus labios:

rojo, incierto,

peligrosamente hermoso.


Y yo,

que no tengo más patria que tu espalda desnuda,

ni más fe que el temblor de tus dedos,

te escribo en el muro secreto del aire,

te repito en la garganta de cada poema,

te invento otra vez

para no perderte

Carnicería de alma en cuatro actos y medio

I. El cuerpo como prisión de la idea


He amanecido con gusanos en la lengua.

Gusanos de pensamiento. Gusanos que se arrastran como letras rotas por la comisura de mi boca enferma.


No quiero palabras.

Quiero heridas que hablen.

Cada sílaba que digo me devora la tráquea, como si el idioma fuera una soga hecha de vísceras.

¿Dónde está el alma?

¿En la sangre?

¿En el pus que brota cuando pronuncio "yo"?

¿O acaso en ese lugar entre las costillas donde late un corazón que ya no quiere pertenecer al cuerpo?


Estoy hecho de carne, pero no habito en ella.

El cuerpo me fue impuesto como un castigo.

Una arquitectura enferma, condenada a sentir.

A descomponerse mientras ríe.


II. El teatro de los huesos


Me desnudaron en una sala blanca.

Fría.

Llena de cuchillos disfrazados de doctores.

Querían abrirme el cráneo para buscar "la causa del grito".


Pero el grito no tiene causa.

El grito es el mundo.

Todo el universo gime, desgarrado desde la matriz de Dios, si es que ese bastardo existe.


Intentaron anestesiarme con religión, con cultura, con poesía de biblioteca.

¡No quiero cultura!

Quiero llamas.

Quiero la escena viva, sangrante, el cuerpo sobre la tarima devorándose a sí mismo ante el público ciego.


Me puse en pie, con los ojos en llamas, y vomité sobre el suelo una plegaria hecha con dientes.

"Si no puedo destruir este cuerpo, destruiré el lenguaje que lo contiene."


III. Dios es un feto muerto en una silla eléctrica


Lo vi.

Estaba sentado.

En una silla eléctrica de oro, babeando letanías.


Tenía los ojos reventados de vernos.

La piel descascarada como un lienzo podrido.

Y en sus oídos, agujas de oración lo mantenían dormido.


Yo le escupí un trueno.

Le grité con todo el esófago:

"¡Despierta, cerdo celeste!

Tu creación hiede."

Pero no me oyó.

O peor aún, me oyó y sonrió.


Ahí comprendí que el infierno no está abajo, ni en los muertos.

Está en el silencio de Dios cuando te mira y no hace nada.


IV. Renacer por la herida


Me rajé el vientre con una cuchara oxidada.

De allí no salió sangre.

Salió un cuervo.

Un cuervo con las alas hechas de texto, graznando palabras que no existen.


Yo lo dejé volar.

Y con él, se fue mi nombre.


Ya no me llamo como antes.

Ahora soy una úlcera andante.

Un poema en carne viva.

Un aullido.

Una invocación que solo puede ser comprendida por los cuerpos que han sido traicionados por su piel.


½. Epílogo para los que aún respiran


Si estás leyendo esto,

si tus dedos aún no se han convertido en raíces,

si tu lengua aún no ha sido vendada por la lógica,


vomita.


Sí,

vomita todo lo que te han dicho.

Toda palabra que no sangre, es mentira.

Todo pensamiento que no duela, es cárcel.

Y todo teatro que no escupa sobre su público,

es solo misa disfrazada de arte.


¿Quieres que lo lleve aún más lejos, hacia lo onírico, lo esotérico o lo absolutamente caótico? ¿O prefieres que escriba una versión para teatro, como si fuera una pieza escénica del Teatro de la Crueldad?

sábado, 19 de julio de 2025

El Barro También Llora

 Y entonces fue cuando me caí, así, de boca, como un perro apaleado, sin fuerza ni orgullo ni hambre siquiera, que ya es decir, y me quedé ahí, en medio del barro, el barro que me chupaba los huesos como si supiera algo que yo no, como si estuviera vivo, ese barro sucio, inmundo, más limpio que mi conciencia igual, eso sí, y me reí, me reí fuerte, porque no me quedaba otra, porque la dignidad ya se me había ido con las últimas monedas y los gritos de la patrona la noche anterior, que si esto que si lo otro que si la vida no era para estúpidos, y claro que no lo era, tenía razón la bruja, pero igual seguíamos todos, como estúpidos, más estúpidos que las ratas que huyen del barco, porque nosotros nos quedábamos, sí, nos quedábamos, hundiéndonos, saludando, llorando, y me dolía la pierna pero no quería levantarme, no, porque arriba era peor, arriba estaban los hombres, los de verdad, con sus relojes y sus discursos y sus trajes de hambre, y yo qué iba a decirles, ¿que también soñaba?, ja, como si eso valiera algo, ¡soñar!, qué palabra de mierda, más hueca que el estómago de un huérfano, y vino un chico a mirarme, uno con los ojos como platos, sin miedo, claro, aún no sabía nada, y me dijo "¿estás bien?", y qué iba a decirle, si bien no estaba nadie, ni él, ni yo, ni el mundo, pero le dije que sí, por no matarle el día, y me levanté, con el barro colgándome como un pecado tibio, como si dijera "te acompaño", y seguí, cojeando, riéndome otra vez, por dentro, porque eso es todo lo que queda: una risa torcida que nadie escucha, pero te mantiene vivo, justo al borde, justo ahí.

El cenicero todavía humea

 te fuiste

sin cerrar la puerta,

dejando el aire lleno de tu perfume barato

y mi cabeza llena de mierda.


he bebido

todo lo que quedaba en la botella,

ni siquiera por olvido —

sólo para no escuchar

cómo tus pasos se alejaban en mi mente.


eras tan buena mintiendo

que hasta el espejo te creía.

yo no,

pero igual me quedé,

porque a veces es mejor el infierno

que la soledad del silencio.


tres años,

dos gatos,

una planta muerta,

y miles de peleas sobre nada.


te amé como se ama lo que duele,

como se rasca una herida

hasta sangrar.

pero ni así quisiste quedarte.

ni así me diste algo real.


ahora sólo queda este cenicero humeando,

el humo sube lento,

como una señal que nadie va a ver,

como este poema

que tampoco vas a leer.

Te fuiste y no rompiste nada

te fuiste sin portazo,

sin drama,

sin esa escena de llanto que uno

aprende a esperar como un imbécil.


solo dijiste

“cuídate”

como si me estuvieras dejando al gato

y no al amor

—si es que eso fue alguna vez amor.


me quedé ahí

con la cerveza tibia

el cenicero lleno

y tu olor pegado en el sofá

como un fantasma sin ganas.


no lloré.

no grité.

solo encendí otro cigarro

y me rasqué los huevos

pensando en la última vez que reíste de verdad.


una parte de mí quería correr tras vos.

otra parte, la más honesta,

solo quería volver a la cama

y no levantarme nunca más

a menos que fuera para mear o escribir.


el amor se va así,

como una resaca lenta,

como una canción que ya no escuchás

pero seguís tarareando sin darte cuenta.


no me dejaste roto,

me dejaste igual.

y eso, querida,

es todavía más triste. 

Los jueves con ella

 Había algo en ella que siempre olía a mentira, pero era una mentira que me gustaba. Como esas películas malas que sabés que son malas pero igual las mirás hasta el final con una cerveza caliente en la mano y las luces apagadas.


Se llamaba Clara. Llegaba los jueves. Siempre los jueves. Como si fuera una rutina médica o una condena suave. Aparecía a eso de las siete con una botella de vino y un cigarro entre los labios. Nunca traía equipaje, pero dejaba su perfume pegado en la almohada como si fuera una nota escrita a mano.


Hacíamos el amor como si quisiéramos olvidarnos de todos los amores anteriores. Y cuando terminábamos, ella se quedaba mirando el techo y fumaba en silencio. Yo intentaba decir algo, pero siempre sonaba estúpido. Clara tenía esa forma de callar que te hacía sentir que habías perdido una guerra sin pelearla.


Una noche me dijo:

—Esto no es amor, Gabriel.

Le dije:

—Lo sé. Pero es lo más cerca que he estado.


Se rió. Esa risa... Dios. Esa risa era como si alguien hubiera encendido un cigarro en mitad de un funeral.


Después dejó de venir los jueves. Ni los viernes. Ni nunca.


Llamé una vez.

—No hagás esto —le dije.

—Ya lo hice —respondió, y colgó.


Y así quedó todo.

El colchón hundido de su lado.

La botella vacía en la cocina.

Un pelo suyo en el lavabo.

Un gato que no era nuestro pero se sentaba donde ella se sentaba.


Volví a escribir. No por inspiración, sino por no volverme loco.

Escribí cosas horribles. Cosas que ni yo quería leer.

Pero seguí.


Porque el desamor, al final, no te mata.

Solo te deja vivo el tiempo suficiente como para escribir sobre él.

Ella se fue y el cenicero quedó lleno


ella se fue

sin cerrar bien la puerta

como si supiera que yo

la iba a dejar abierta de todas formas.


no gritó.

ni siquiera lloró.

solo me miró como si ya no valiera la pena

ni romper un plato.


dejó su cepillo

su taza de café

y una nota que no decía nada importante.

ni siquiera un "cuídate".

ni siquiera un "jódete".


yo me quedé sentado

en calzoncillos,

fumando el último cigarro

con un vaso de vino barato

que sabía a lunes por la mañana.


pensé en llamarla,

pero solo para que me diga

lo que ya sé:

que no soy tan difícil de olvidar.


la televisión encendida sin sonido,

el gato mirándome con desprecio,

la cama todavía tibia

pero más sola que nunca.


uno cree que el amor duele,

pero lo que duele de verdad

es el eco.

el eco de su risa en el pasillo,

el eco de sus pasos alejándose,

el eco de uno mismo

repitiéndose que está bien

cuando no lo está.


la vida sigue, dicen.

sí.

como sigue un tren sin frenos

que ya no tiene a nadie esperando en la próxima estación. 

Dos cervezas tibias y un gato cojo

 Dos cervezas tibias y un gato cojo


El ventilador hacía un ruido de mierda y aún así no enfriaba nada. Era agosto. Los días olían a sudor viejo y a grasa de hamburguesa rancia. Tenía dos cervezas tibias en la mesa, un cenicero lleno y un gato cojo durmiendo bajo la silla. El alquiler vencía en tres días y la inspiración en tres meses.


Llamé a Marta, no sé por qué. Supongo que el estómago me rugía más de soledad que de hambre.


—¿Qué querés? —contestó sin emoción.


—Una buena conversación. O una mala. Me da igual.


—Estás borracho.


—Estoy vivo. Que es peor.


Colgó.


Encendí otro cigarro y miré por la ventana. Afuera, el mundo seguía como si no se diera cuenta de que uno se estaba desmoronando en un cuarto de alquiler. Siempre pasa eso. Te desmoronás y nadie aplaude. Ni siquiera hay música de fondo. Solo el zumbido de un ventilador barato y el eco de una mujer que ya no te soporta.


Me puse a escribir, no porque creyera en la literatura, sino porque era eso o empezar a hablarle al gato. Y el gato nunca respondía. Solo me miraba como si supiera todo, pero no le interesara nada.


Escribí sobre Marta, sobre la vez que se quedó dormida en la bañera con una botella de vino entre las piernas. Escribí sobre mi viejo, que me decía que los hombres de verdad no lloran, y después lloraba cuando creía que yo dormía. Escribí sobre una noche en que gané 400 dólares en las carreras y me los gasté todos en putas, cerveza y una camisa de seda que todavía huele a perfume barato.


A las tres de la mañana, la cerveza ya estaba caliente y yo ya estaba más sobrio de lo que quería. El gato me miró y estiró una pata.


—¿Qué opinás vos, eh? —le dije.


No dijo nada, claro. Ningún animal sensato se mete en los asuntos de un tipo que escribe sobre su miseria.


Me acosté en el sofá con la camisa abierta y el corazón también. Pensé en Marta, en el viejo, en el alquiler. Y en cómo todo esto no es tan grave si uno lo escribe bien.


O al menos con algo de estilo.


¿Querés que le meta más vino, más mujeres o más desilusión? O quizás un relato más largo. Estoy listo.


Ya no estás

 Y claro

te fuiste

sin cerrar la puerta

como siempre

como si fuera lo mismo entrar que salir


dejaste el café en la mesa

a medio beber

como a mí

a medio querer


el gato te esperó hasta las cinco

y luego se acostó en tu silla

la que aún huele a tu abrigo

ese gris que tanto odiabas


las flores que compraste

se cayeron una por una

como las veces que dijiste

que no te irías


en la radio suena una canción tonta

la misma que bailamos

con torpeza y vino barato

en la cocina

cuando todavía no sabías que ibas a irte


una nota pegada al espejo

no dice nada

como tu última mirada


te llevaste tus libros

pero olvidaste las palabras


y aquí estoy

yo

el que no dice nada

el que se queda

el que no aprende


fumándome los días

como si fueran cartas tuyas

que nunca vas a escribir

La Primera Casa

 Las paredes de la casa se parecen,

como si el tiempo las hubiese pintado

con la misma sombra,

la misma historia no dicha.


Una voz infantil responde

al eco que nace del suelo,

y sus palabras flotan

sí, como un grano de trigo

en el aire dorado de la siesta.


En una de las paredes están los retratos de familia:

rostros detenidos en la memoria,

ojos que aún buscan

el gesto perdido de un abrazo.


En la otra está la puerta, ese cuadro cambiante

que se transforma con cada tarde,

por donde yo entro

como quien vuelve a un sueño

que nunca terminó de irse.


Un mono hasta el infinito

salta en mi imaginación:

juguetón, eterno,

dibujado en las grietas del techo.


Y en un rincón olvidado,

reposan las botas de siete leguas,

como esperando al próximo paso

hacia el cuento aún no contado.


La primera vez que supe

que esa casa era también mi espejo,

fue cuando escuché esa voz,

cuando crucé esa puerta,

y todo —hasta el silencio—

me respondió por su nombre

Cosas que pasan

 Había dejado el trabajo hacía dos semanas.

—Un descanso —le dijo a Laura—. Solo un descanso.

Ella no respondió. Solo asintió con la cabeza y volvió a mirar la televisión.


Se levantaban tarde, comían lo que hubiera. Pan, huevos, algo enlatado.

Él fumaba más de lo habitual.

Ella hablaba menos.


Una tarde, él la encontró sentada en la escalera del porche. Llevaba el abrigo gris que le quedaba grande y los ojos fijos en el buzón, como si esperara algo.

—¿Vas a salir? —le preguntó.

—No. Solo estoy aquí.

Él se sentó a su lado. Fumó. Le ofreció un cigarro. Ella lo aceptó.


El sol se estaba metiendo detrás de los árboles y hacía frío.

—No vamos bien, ¿verdad? —dijo él.

Ella tardó en contestar. Luego dijo:

—No lo sé.

Se quedaron en silencio. Fumaron. El perro del vecino ladraba sin parar.


Cuando terminó el cigarro, ella se levantó.

—¿Quieres cenar algo?

—Lo que sea —respondió él.

Y la siguió adentro, como si todavía quedara algo que salvar.

Después de lavar los platos

La radio sonaba baja.

Jazz, creo.

No lo sé, no le puse atención.

Estabas en la otra habitación

leyendo

o fingiendo que leías.


Yo lavaba los platos.

Tres vasos, dos platos,

el cuchillo con mango roto

que no quieres tirar.


El agua estaba tibia,

y por un momento

no pensé en nada.

Ni en la carta sin abrir,

ni en lo que dijiste anoche,

ni en ese silencio

que se cuela entre nosotros

como el vapor por la ventana.


Solo el agua,

la espuma,

y el sonido de un vaso limpio

dejado con cuidado

sobre la toalla.


Después me sequé las manos.

Apagué la luz.

Me quedé un momento en la cocina.

Solo un momento.

Escuchando cómo pasaba la noche

sin decirnos nada.

Y todo era mugre

 Todo empezó con la tos... sí, esa tos... seca, como si me royeran desde dentro... no era nada, claro, nunca es nada al principio... pero uno sabe... uno siempre sabe... y yo lo sabía... desde que dejé la fábrica... desde que dejé de mirar a los ojos... de cualquiera... todos dan asco, sí, incluso los buenos, sobre todo los buenos...

Vivía en ese cuartucho del final del pasillo... el del papel marrón en las ventanas... el que huele a sopa rancia y a pies... y a fracaso, sobre todo a fracaso... compartido... como todo lo malo... las cucarachas también lo compartían... las muy putas...


La vecina de arriba chillaba otra vez... el niño llorando, el padre gritando, la botella rodando por el suelo... qué armonía... una sinfonía de miseria... ni Beethoven habría hecho algo tan exacto... tan afinado...


Yo salía poco, cada vez menos... ¿para qué? Las calles son un vómito constante, de gente, de coches, de mentiras... y yo en medio... arrastrando los pies... con esa cara... esa cara que se me pega en los cristales del metro... como una pregunta sin respuesta...

Fui a la oficina de empleo, otra vez... el tipo ni me miró... tecleaba como si le importara... como si la pantalla le contara historias mejores que la mía... y no lo culpo, no... mi historia apesta... como yo... como todos...


—No hay nada para usted... —dijo sin levantar los ojos.


Y pensé... claro que no, imbécil, nunca hubo nada para mí...


Salí... llovía... como si el cielo también quisiera escupirme en la cara... y lo entendí... lo entiendo todo... es la gran broma... la vida... esa broma sin gracia que te cuentan al oído mientras te roban los zapatos...


Volví a casa... tosí... otra vez... y me reí... una risa fea... de esas que no hacen ruido pero duelen...


Y entonces supe que ya estaba... que ya no quedaba nada por romper...

Café solo

 Ella puso el abrigo

en la silla equivocada

como si ya no quisiera sentarse

a mi lado

como si el frío fuera otra cosa

otra persona.


Encendí un cigarro

aunque había prometido dejarlo

como tantas otras cosas

como a ella.


El camarero bostezaba

como si supiera

que el amor no deja propinas

y yo pedí un café solo

como siempre

como ahora.


Ella hablaba del tiempo

de su madre

de un gato que ya no teníamos

y yo escuchaba los cubiertos

las tazas

el ruido exacto

de todo lo que se rompe sin hacer escándalo.


Después dijo:

—Ya no sé qué más decir—

y yo pensé:

eso es lo que más duele,

cuando el amor se calla

por no molestar.


Pagó ella.

Y se fue.

Olía a despedida

a jabón barato

y a domingo sin pan.

El reflejo

En una ciudad donde los relojes latían y las nubes susurraban secretos, Ana se enamoró de un hombre que solo existía en los reflejos del agua. Cada mañana, él le sonreía desde los charcos, los espejos rotos, o una taza de té. Nadie más podía verlo.

Una noche, la luna descendió y le dijo:
—Si lo amas, salta.

Ana se lanzó al estanque del parque y nunca emergió. Desde entonces, cada vez que llueve, las calles se llenan de reflejos que se miran entre sí, tomados de la mano. Y los relojes... los relojes ya no laten: suspiran.

Última taza

 Ella dejó su cepillo de dientes y su olor a jazmín.

Él siguió poniendo dos tazas de café cada mañana.

La suya se enfriaba siempre primero.

Amor fragmentado

corazón desmontado en relojes sin tiempo

gritos de luna en sábanas de papel roto

tus labios son polvo que quema el silencio

y mi sombra baila sin nombre ni rumbo.


amar es un disparo de tinta azul

en la pared muda de los olvidos

tus ojos, caos de espejos desmembrados

cantan un vals sin notas ni melodía.


te amo en un gesto quebrado de estrellas

en la sonrisa que se desarma en pedazos

la pasión es un collage de fragmentos

que no saben si arden o si llueven.


ven, amor, a romper la lógica absurda

de este cuerpo que no entiende su latido

seamos dos errores perfectos y libres

en la ruina gloriosa del sentido.

sangre

Me despierto con un clavo en la lengua.

No me lo pusieron: nació ahí.

Las paredes se retuercen como lombrices borrachas de sol,

y un anciano vestido de gusano me grita desde dentro del estómago:

¡No digieras! ¡No digieras!


El aire huele a teatro muerto.

Un escenario donde los actores vomitan palabras

que nadie quiere oír.


Me arranco el pensamiento como quien se arranca una muela,

y lo lanzo al suelo:

sangra, ríe, se arrastra.

No hay dios,

solo ruido.

Y el hueso que grita mi nombre desde adentro del cráneo.

Inventario para días inútiles

Hoy no tengo patria,

pero sí dos cigarros rotos y una rabia de bolsillo.

Me despierta el mismo ruido:
no el del hambre —que ya es rutina—
sino el de los que dicen “todo estará bien”
mientras pisan charcos de sangre
como si fueran hojas secas.

He barrido la casa con la escoba del desencanto,
y aún me quedan debajo del colchón:
— tres poemas sin terminar,
— un carnet vencido,
— la foto de alguien que juró esperarme,
— y un par de ilusiones,
recién descompuestas.

Mi ciudad ya no me habla,
solo me tose en la cara
con la voz de algún candidato.

¿Y el amor?
El amor es esa canción que suena en la radio
cuando no tengo con quién bailarla.

Pero sigo aquí,
con esta lengua que muerde y besa,
con estas manos que escriben aunque no crean,
con esta cara de lunes sin futuro,
esperando que algún día
alguien también me haga inventario
y no me tire a la basura.

El útero del delirio

He inyectado un incendio en mi médula espinal.


No por placer, sino porque la realidad me vomita cada vez que abro los ojos. El mundo, esa víscera tibia que llaman normalidad, me escupe sus horarios, sus gestos, sus muros pintados con saliva de oficina.


Pero yo… yo he roto la línea recta del pensamiento.


Me encerré en el retrete de los dioses, donde los cuerpos no pesan y las lenguas se disuelven en humo. Allí conocí la flor fosforescente del opio: tenía la voz de mi madre muerta y la piel del universo. Me habló en códigos que no existen. Me arrancó las uñas, una por una, para que dejara de escarbar en lo falso.


Dicen que me destruyo.

—¡Mentirosos!

Yo me reconstruyo con cada pastilla triturada, con cada vena que canta bajo la aguja. Soy un alquimista del derrumbe.


La heroína me llevó al centro exacto de mi cráneo, donde un caballo ciego cabalga entre ruinas de infancia. Le di un beso y me convertí en vapor.


No estoy enfermo.

Estoy despierto en otro idioma.


Los doctores me quieren quieto.

Los políticos me quieren productivo.

Los cuerdos me quieren muerto.


Pero yo tengo en el bolsillo un fragmento de cielo arrancado con los dientes. Y mientras lo huelo, lo mastico, lo inhalo, me repito:


"Esta es la verdadera religión: la que comienza cuando el dolor deja de mentir."

La pecera

Al principio fue una cuchara.


Julián no le dio importancia. Pensó que la habría dejado en la cocina, o que la había tirado sin querer. Luego desapareció una toalla, después su bufanda favorita. Las cosas no se perdían: se esfumaban. Como si nunca hubieran estado.


Vivía solo desde hacía años, en un departamento de paredes opacas y ventanas que no daban a nada. Su cuarto —estrecho, luminoso, con una cama en el centro— era su mundo. Él lo llamaba "la pecera", porque desde allí veía todo, sin tocar nada. Observaba. Controlaba. O eso creía.


Cuando desapareció el primer libro, supo que no era descuido. Sintió un escalofrío. Alguien estaba entrando.


Cerró la puerta con llave. Luego clavó los postigos. Cambió cerraduras, bloqueó las rejillas de ventilación, selló con cinta adhesiva cualquier rendija por donde pudiera colarse una sombra. No dejó rendijas. Ni luz. Ni aire.


Empezó a dormir con un cuchillo bajo la almohada.


Y aun así, las cosas seguían desvaneciéndose. Su cepillo de dientes. Una zapatilla. El espejo del baño.


Entonces comprendió que no estaban entrando. Estaban saliendo. Las cosas se escapaban, como si huyeran de él.


Preso del pánico, cerró también la puerta del cuarto con doble vuelta. Era su refugio. Su pecera. Nadie más entraría. Ni siquiera el mundo.


Los días se hicieron lentos. No había más café, ni libros, ni agua. Solo él, su cama, y las paredes que parecían acercarse cada vez más.


Una mañana, estiró la mano para encender la luz.


El interruptor ya no estaba.


Y supo, finalmente, que lo último en desaparecer… sería él.

Después de la tormenta

Tus manos, jardín de memorias,

solían rozar mi piel

como flores que despiertan

sin pedir permiso al sol.


Pero vino la tormenta,

la de adentro, la que arrasa

sin rayos ni relámpagos,

solo con silencios largos.


Y crecieron trepadoras

en los muros del olvido,

plantas sin nombre ni rumbo,

aferradas al vacío.


Hoy tus manos son distancia,

las flores, solo recuerdo.

La tormenta ya pasó…

pero aún llueve aquí dentro.

La última dosis

 La primera vez que lo vio, tenía las pupilas dilatadas y los sueños rotos. Estaba tirado en la entrada del metro, con una jeringa vacía en el bolsillo y la esperanza oxidada en la mirada. Aun así, ella lo miró como si aún quedara algo que salvar.


Se llamaba Nico, pero en la calle le decían "Sombras", porque aparecía y desaparecía sin dejar rastro. Ella, Clara, estudiaba enfermería y pasaba cada día frente a él, hasta que un día se detuvo. Le dio una manzana, luego un abrigo, y finalmente su tiempo.


Él le prometió que iba a dejarlo. Lo intentó, por ella. Hubo semanas de temblores, gritos y sudores. Ella no se fue. Le sostuvo la frente, le preparó sopa, le leyó poemas. Por un momento, parecían haber vencido.


Pero la calle no perdona y la abstinencia no olvida. Una noche fría, él salió "a por tabaco". Ella supo. Lo buscó tres días. Lo encontró en un descampado, con los labios morados y una sonrisa triste. En su mano, aún sostenía la pulsera que ella le había regalado, con su nombre grabado.


Clara no lloró. Solo se sentó a su lado y le susurró:

—Te quise incluso cuando tú no podías quererte.

Y se quedó allí, hasta que amaneció.

Ciegos

 El amor ciega, pero el desengaño enseña a mirar con los ojos abiertos.

Mensaje visto

Esperó su respuesta durante horas, aferrado al brillo de la última palabra. El mensaje quedó en “visto”. Entonces entendió: no se marchan gritando, a veces simplemente dejan de escribir.


El grito del abismo

 En la carne rota del mundo, mis manos sangran palabras que no quieren nacer. La oscuridad se enrosca como serpiente venenosa dentro del cráneo, devorando mi razón, vomitando un grito que no encuentra aire. Soy un cuerpo desgarrado, un espíritu en combustión, ardiendo sin fuego en el teatro de la locura. El vacío me devora, y yo, ciego y furioso, le lanzo mi último suspiro: una blasfemia hecha carne, un huracán de desesperación que destroza el silencio.

viernes, 18 de julio de 2025

El festín del veneno

Las drogas no son meros polvos, ni líquidos suaves al tacto de la lengua: son bestias rugiendo en el intestino, invasores de carne y pensamiento. Son agujas clavadas en la médula del alma, llamas que devoran la conciencia y la transforman en un fuego infernal, loco, desbocado.


El cuerpo se vuelve templo profanado, altar de monstruos sin rostro. Cada inhalación es un conjuro, un pacto con la muerte disfrazada de éxtasis. La mente se fragmenta en mil pedazos, serpientes que se enroscan en las vísceras, bailando la danza macabra del delirio.


¿Y qué queda después del estallido? Cenizas, ruinas, un grito atrapado en la garganta que nadie escucha. La droga es un dios cruel, un tirano sin piedad que exige sacrificios sangrientos: el alma, el tiempo, la esperanza.


En la oscuridad se multiplican los fantasmas, y la realidad se descompone, se retuerce y se revuelca en su propio vómito. Los sentidos arden, se desangran, y el cuerpo, un campo de batalla donde la razón es aniquilada.


¡Oh veneno! ¡Oh monstruo! En tu abrazo infernal, el hombre es niño, esclavo y rey caído en el abismo. Y en el abismo, solo queda el silencio, el eco sordo de un grito que nadie quiere oír.


La última cucharada de azúcar

En una ciudad suspendida entre dos lunas —una que lloraba miel y otra que sangraba tinta— vivía Clara, una mujer que solo amaba a quien podía olvidar. Tenía el corazón hecho de porcelana rota, pintado con pinceles torpes y pequeños nombres que se evaporaban con la lluvia.


Un día, Clara encontró a Elías dentro de una taza de té. Literalmente: agitaba la cucharilla desde el fondo, como si nadara entre sueños de canela. Él le habló desde el remolino:


—No me bebas aún. Todavía no estoy listo para doler.


Clara, intrigada, dejó que se enfriara. Cada día, Elías subía un poco más, como un naufrago que ascendía por los labios del borde. Mientras tanto, Clara le escribía cartas en el vapor de la cocina, y Elías respondía con burbujas que estallaban en versos.


Al séptimo amanecer, él salió por completo y se sentó sobre la mesa, desnudo y hecho de azúcar. Ella lo amó de inmediato. No podía evitarlo: él sabía pronunciar su nombre sin romperlo.


Vivieron juntos dentro de una tetera. Allí las cucharas hablaban entre sí y los relojes caminaban hacia atrás para no interrumpir la ternura. Pero con el tiempo, Elías empezó a derretirse. Primero perdió los dedos, luego las cejas. Clara intentó conservarlo metiéndolo al congelador de las palabras dulces, pero era inútil.


Una noche, mientras la luna de tinta lloraba sobre el alféizar, Elías la miró con ojos ya diluidos.


—No me olvides aún —suplicó.


—No sé hacerlo de otro modo —respondió Clara, besándolo como si bebiera una despedida.


Por la mañana, lo revolvió con la última cucharada de azúcar en su café. Él se disolvió sin decir adiós. Clara lo bebió lento, dejando que el calor le quemara el pecho.


Desde entonces, a veces llueve té en esa ciudad, y en las gotas más densas, se oyen dos voces que no se alcanzan.


Y Clara… Clara nunca volvió a tomarlo con azúcar.

La habitación de los peces eléctricos

Él la amaba como quien inhala un recuerdo por la nariz: rápido, intenso y con un leve sabor a óxido. Se llamaba Lía, aunque a veces decía que su verdadero nombre era Menta, como si su identidad dependiera del estado de su lengua o de la dirección del viento. Se conocieron una noche en que la luna era un globo desinflado colgando de un hilo invisible, y la ciudad olía a plástico quemado.


Desde el principio, supo que no estaba hecha de carne común. Dormía en una bañera llena de gelatina azul, y tenía un pez beta tatuado en la pupila izquierda. Decía que las drogas eran solo llaves, no puertas, y que el amor era un insecto que mutaba al contacto con la sangre.


Una vez, mientras compartían un cigarro relleno de lágrimas secas, ella le confesó:

—Yo ya no siento. Solo floto entre los días. Como un diente sin raíz.


Después de eso, empezaron a consumir Alucinium, una sustancia ilegal que se tomaba en gotas y te hacía habitar tus propios pensamientos como si fueran habitaciones de hotel. Él cayó en la adicción con la esperanza de entenderla. Pero en vez de acercarse, la perdió entre pasillos interminables de recuerdos falsos, donde ella bailaba con otros hombres que también tenían peces en los ojos.


Una mañana despertó en una ciudad donde los semáforos latían como corazones y los árboles susurraban en esperanto. Había una carta clavada en su pecho, escrita con tinta hecha de saliva:


“No me sigas. He vuelto al agua.”


Él intentó encontrarla en todos los estados alterados: en la sobriedad, en la psicosis, incluso en el limbo de los comatosos. Visitó a un chamán que vivía dentro de una nevera abandonada, y éste le dijo:

—Ella es parte del sistema nervioso del mundo. No puedes poseerla. Solo recordarla mal.


Con el tiempo, dejó de buscar. Compró una pecera y la llenó de luces de neón. Dentro puso un pez eléctrico que no nadaba, solo temblaba. Cada vez que pensaba en ella, se sentaba frente al cristal y lloraba mercurio.


Ahora vive solo. Dice que el amor no se olvida: se disuelve. Como un ácido lento, como un sueño que se deshace en las costuras del tiempo. Cuando alguien le pregunta por Lía, responde:

—No era real. Pero aún me duele.

Lo que no se dijo

Clara encontró la bufanda de Daniel en el fondo del armario, justo cuando buscaba algo que no sabía que había perdido. Llevaba meses sin pensar en él, o eso se repetía cada mañana mientras se ajustaba los pendientes frente al espejo y salía corriendo al trabajo.

La bufanda aún olía a invierno. No al de afuera, sino al que habían vivido juntos: ese de películas bajo mantas, discusiones que terminaban en silencio, y abrazos que sabían más a costumbre que a refugio.

Lo que más le dolió no fue la ruptura, sino la forma en que ocurrió. Sin gritos, sin lágrimas, sin una palabra que sellara el final. Un día, simplemente, él dejó de volver. Y ella, como tantas veces, dejó de preguntar.

Ahora, con la bufanda en las manos, Clara entendió que el desamor no siempre llega con ruido. A veces se instala despacio, como el polvo, hasta que un día lo ves todo cubierto de una capa gris.

La dejó en el armario. No por nostalgia, sino porque aún no tenía el valor de tirarla. Y porque, tal vez, aún esperaba una explicación que nunca llegaría.

Último café

Ella removía el azúcar como si aún pudiera endulzar lo amargo. Él miraba por la ventana, contando los coches que pasaban para no contarle las verdades.

Cuando se levantaron, sus tazas quedaron casi llenas. Como ellos.

En tus ojos

En tus ojos se esconde el universo,

galaxias que giran al compás de tu risa,

y cuando me miras, el mundo se detiene,

como si el tiempo también te amara.


Tu voz, suave brisa que roza mi alma,

despierta los sueños que duermen en mí,

y en cada palabra que brota de ti

encuentro razones para seguir.


No hay noche oscura si estás a mi lado,

ni miedo que venza tu luz tan callada.

Amarte es como respirar sin pensarlo,

tan natural, tan dulce, tan clara.


Si el amor es un viaje, el destino eres tú,

y el camino se hace al ritmo de tus pasos.

Que me falte el sol, la luna, el azul…

pero nunca el refugio de tus abrazos.

Como si Fueras Luz

Te pienso en el silencio, cuando el mundo calla

Como el mar piensa al cielo al rozar la playa

Eres el instante que nunca se apaga

La luz que florece cuando el alma canta


Tus ojos, dos lunas en noches tranquilas

Mi norte, mi faro, mis notas, mi rima.

Y al roce de tu voz, mi nombre se alza

Como si el tiempo por fin se abrazara.


No se de destinos ni viejas promesas

Pero en tu mirada el amor empieza

Y si alguna vez la vida se apaga

Te amare aún en sombras, como si fueras llama.

La escalera que olvida sus peldaños

Una ballena fuma en la biblioteca

mientras las palabras se derriten

como relojes en ayuno.

Las estanterías gritan nombres

que nunca existieron,

y un pez con sombrero de copa

lee a Baudelaire en braille de luz.


El cielo se desabotona

para dejar caer nubes en forma de cucharas,

que revuelven el café de los pensamientos

que nadie pensó jamás.

En una taza, una ciudad duerme,

sus calles son lombrices que tararean tangos

y las farolas bostezan tinta azul.


Un cuervo recita ecuaciones

en la lengua muerta del mármol,

mientras un maniquí, vestido de médula,

baila con una flor que llora cenizas.

Todo es normal

en la catedral de lo imposible,

donde los espejos no reflejan

sino recuerdan.

Amor en el Laboratorio de los Sueños

En un jardín donde las cucharas florecen,

y las nubes mastican pastillas de menta,

te vi —boca de relámpago,

pupilas hechas de LSD y promesas.


Bebíamos café de neón

servido por ángeles con jeringas en las alas,

y tú decías que el amor era

una cápsula tragada sin agua,

una ruleta rusa de dopamina.


Nos besamos con lenguas de humo

bajo un cielo pintado por Dalí,

mientras los relojes se derretían

sobre nuestros pechos desnudos

como si el tiempo también se drogara de ti.


Tus caricias eran anfetaminas,

latían rápido en mis venas,

y mi alma, drogada de tus pestañas,

viajaba en trenes que no iban a ningún lado.


Las mariposas eran psicodélicas,

nos susurraban secretos químicos al oído:

“no hay sobriedad en el deseo,

ni cura en la abstinencia del amor.”


Y cuando desperté en un hospital de espejos,

con tu nombre tatuado en mis neuronas,

me di cuenta:

no eras tú una mujer,

eras una sustancia prohibida

y yo un adicto al espejismo.

Órgano de Niebla

En el bolsillo de una nube

guardabas pétalos de LSD,

y yo, colgado del aliento de un cometa,

bebía tus pupilas dilatadas.


Tu risa era un caleidoscopio roto,

y cada fragmento me hablaba en lenguas

que sólo las luciérnagas sordas comprenden.

Te amé como se ama una sobredosis de sol.


Las paredes goteaban versos anfetamínicos

mientras tus dedos —caminos de opio—

dibujaban galaxias sobre mi pecho

con tinta de adiós y saliva de unicornio.

Amor,

esa palabra que huele a gas mostaza

y sabe a terciopelo mojado en morfina,

me cosía la carne con hilos invisibles

hechos de tus latidos acelerados.


Bailamos sobre la cuerda floja del insomnio,

con un corazón en cada mano,

y los relojes derretidos nos gritaban

que el tiempo era solo una alucinación compartida.


Luego desperté.

Pero aún sangraban mariposas

de la herida que dejaste

en la esquina más sucia de mi realidad.

sábado, 12 de julio de 2025

Dulce Nube

 Mi nubecita de cristal violeta. Mi nube de algodón de azúcar.

Mi nube planchadita. Dulce como la miel. Siempre infiel.

Me siento junto a vos y me dejo llevar.

Un tigre da un zarpazo y nos separa.

Sobrevivimos cada uno por su lado. Juntitos bien.

Bien y bien. Nos derramamos por la alcantarilla, 

calle abajo. Estamos embotellados. Encajonados.

Maniatados con la cabeza dentro del agua.

El corazón acelera los latidos. Dulce nube. 


Araña

 Tu amor es una araña

Que envuelve a mi corazón

Cada vez me cuesta

Mas 

y mas 

Respirar.

Sere tu esclavo

Amor

Sere siempre

Sere tuyo

Volveré a ponerte la otra mejilla

Y que sino puedo dejarte ir

Nubecita de cristal violeta

No te vayas

Los latidos de mi corazón

Te pertenecen

Ahora duerme

Y todo sera un sueño

ideal.

Ya Entendí

ya entendí que no fue un mal momento ni el estrés ni “ no sos vos, soy yo ” fui yo yo que creí yo que no supe irme cuando todavía podía hace...