Había dejado el trabajo hacía dos semanas.
—Un descanso —le dijo a Laura—. Solo un descanso.
Ella no respondió. Solo asintió con la cabeza y volvió a mirar la televisión.
Se levantaban tarde, comían lo que hubiera. Pan, huevos, algo enlatado.
Él fumaba más de lo habitual.
Ella hablaba menos.
Una tarde, él la encontró sentada en la escalera del porche. Llevaba el abrigo gris que le quedaba grande y los ojos fijos en el buzón, como si esperara algo.
—¿Vas a salir? —le preguntó.
—No. Solo estoy aquí.
Él se sentó a su lado. Fumó. Le ofreció un cigarro. Ella lo aceptó.
El sol se estaba metiendo detrás de los árboles y hacía frío.
—No vamos bien, ¿verdad? —dijo él.
Ella tardó en contestar. Luego dijo:
—No lo sé.
Se quedaron en silencio. Fumaron. El perro del vecino ladraba sin parar.
Cuando terminó el cigarro, ella se levantó.
—¿Quieres cenar algo?
—Lo que sea —respondió él.
Y la siguió adentro, como si todavía quedara algo que salvar.
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