Me despierto con un clavo en la lengua.
No me lo pusieron: nació ahí.
Las paredes se retuercen como lombrices borrachas de sol,
y un anciano vestido de gusano me grita desde dentro del estómago:
¡No digieras! ¡No digieras!
El aire huele a teatro muerto.
Un escenario donde los actores vomitan palabras
que nadie quiere oír.
Me arranco el pensamiento como quien se arranca una muela,
y lo lanzo al suelo:
sangra, ríe, se arrastra.
No hay dios,
solo ruido.
Y el hueso que grita mi nombre desde adentro del cráneo.
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