domingo, 20 de julio de 2025

Carnicería de alma en cuatro actos y medio

I. El cuerpo como prisión de la idea


He amanecido con gusanos en la lengua.

Gusanos de pensamiento. Gusanos que se arrastran como letras rotas por la comisura de mi boca enferma.


No quiero palabras.

Quiero heridas que hablen.

Cada sílaba que digo me devora la tráquea, como si el idioma fuera una soga hecha de vísceras.

¿Dónde está el alma?

¿En la sangre?

¿En el pus que brota cuando pronuncio "yo"?

¿O acaso en ese lugar entre las costillas donde late un corazón que ya no quiere pertenecer al cuerpo?


Estoy hecho de carne, pero no habito en ella.

El cuerpo me fue impuesto como un castigo.

Una arquitectura enferma, condenada a sentir.

A descomponerse mientras ríe.


II. El teatro de los huesos


Me desnudaron en una sala blanca.

Fría.

Llena de cuchillos disfrazados de doctores.

Querían abrirme el cráneo para buscar "la causa del grito".


Pero el grito no tiene causa.

El grito es el mundo.

Todo el universo gime, desgarrado desde la matriz de Dios, si es que ese bastardo existe.


Intentaron anestesiarme con religión, con cultura, con poesía de biblioteca.

¡No quiero cultura!

Quiero llamas.

Quiero la escena viva, sangrante, el cuerpo sobre la tarima devorándose a sí mismo ante el público ciego.


Me puse en pie, con los ojos en llamas, y vomité sobre el suelo una plegaria hecha con dientes.

"Si no puedo destruir este cuerpo, destruiré el lenguaje que lo contiene."


III. Dios es un feto muerto en una silla eléctrica


Lo vi.

Estaba sentado.

En una silla eléctrica de oro, babeando letanías.


Tenía los ojos reventados de vernos.

La piel descascarada como un lienzo podrido.

Y en sus oídos, agujas de oración lo mantenían dormido.


Yo le escupí un trueno.

Le grité con todo el esófago:

"¡Despierta, cerdo celeste!

Tu creación hiede."

Pero no me oyó.

O peor aún, me oyó y sonrió.


Ahí comprendí que el infierno no está abajo, ni en los muertos.

Está en el silencio de Dios cuando te mira y no hace nada.


IV. Renacer por la herida


Me rajé el vientre con una cuchara oxidada.

De allí no salió sangre.

Salió un cuervo.

Un cuervo con las alas hechas de texto, graznando palabras que no existen.


Yo lo dejé volar.

Y con él, se fue mi nombre.


Ya no me llamo como antes.

Ahora soy una úlcera andante.

Un poema en carne viva.

Un aullido.

Una invocación que solo puede ser comprendida por los cuerpos que han sido traicionados por su piel.


½. Epílogo para los que aún respiran


Si estás leyendo esto,

si tus dedos aún no se han convertido en raíces,

si tu lengua aún no ha sido vendada por la lógica,


vomita.


Sí,

vomita todo lo que te han dicho.

Toda palabra que no sangre, es mentira.

Todo pensamiento que no duela, es cárcel.

Y todo teatro que no escupa sobre su público,

es solo misa disfrazada de arte.


¿Quieres que lo lleve aún más lejos, hacia lo onírico, lo esotérico o lo absolutamente caótico? ¿O prefieres que escriba una versión para teatro, como si fuera una pieza escénica del Teatro de la Crueldad?

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