Clara encontró la bufanda de Daniel en el fondo del armario, justo cuando buscaba algo que no sabía que había perdido. Llevaba meses sin pensar en él, o eso se repetía cada mañana mientras se ajustaba los pendientes frente al espejo y salía corriendo al trabajo.
La bufanda aún olía a invierno. No al de afuera, sino al que habían vivido juntos: ese de películas bajo mantas, discusiones que terminaban en silencio, y abrazos que sabían más a costumbre que a refugio.
Lo que más le dolió no fue la ruptura, sino la forma en que ocurrió. Sin gritos, sin lágrimas, sin una palabra que sellara el final. Un día, simplemente, él dejó de volver. Y ella, como tantas veces, dejó de preguntar.
Ahora, con la bufanda en las manos, Clara entendió que el desamor no siempre llega con ruido. A veces se instala despacio, como el polvo, hasta que un día lo ves todo cubierto de una capa gris.
La dejó en el armario. No por nostalgia, sino porque aún no tenía el valor de tirarla. Y porque, tal vez, aún esperaba una explicación que nunca llegaría.
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