En una ciudad suspendida entre dos lunas —una que lloraba miel y otra que sangraba tinta— vivía Clara, una mujer que solo amaba a quien podía olvidar. Tenía el corazón hecho de porcelana rota, pintado con pinceles torpes y pequeños nombres que se evaporaban con la lluvia.
Un día, Clara encontró a Elías dentro de una taza de té. Literalmente: agitaba la cucharilla desde el fondo, como si nadara entre sueños de canela. Él le habló desde el remolino:
—No me bebas aún. Todavía no estoy listo para doler.
Clara, intrigada, dejó que se enfriara. Cada día, Elías subía un poco más, como un naufrago que ascendía por los labios del borde. Mientras tanto, Clara le escribía cartas en el vapor de la cocina, y Elías respondía con burbujas que estallaban en versos.
Al séptimo amanecer, él salió por completo y se sentó sobre la mesa, desnudo y hecho de azúcar. Ella lo amó de inmediato. No podía evitarlo: él sabía pronunciar su nombre sin romperlo.
Vivieron juntos dentro de una tetera. Allí las cucharas hablaban entre sí y los relojes caminaban hacia atrás para no interrumpir la ternura. Pero con el tiempo, Elías empezó a derretirse. Primero perdió los dedos, luego las cejas. Clara intentó conservarlo metiéndolo al congelador de las palabras dulces, pero era inútil.
Una noche, mientras la luna de tinta lloraba sobre el alféizar, Elías la miró con ojos ya diluidos.
—No me olvides aún —suplicó.
—No sé hacerlo de otro modo —respondió Clara, besándolo como si bebiera una despedida.
Por la mañana, lo revolvió con la última cucharada de azúcar en su café. Él se disolvió sin decir adiós. Clara lo bebió lento, dejando que el calor le quemara el pecho.
Desde entonces, a veces llueve té en esa ciudad, y en las gotas más densas, se oyen dos voces que no se alcanzan.
Y Clara… Clara nunca volvió a tomarlo con azúcar.
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