Las drogas no son meros polvos, ni líquidos suaves al tacto de la lengua: son bestias rugiendo en el intestino, invasores de carne y pensamiento. Son agujas clavadas en la médula del alma, llamas que devoran la conciencia y la transforman en un fuego infernal, loco, desbocado.
El cuerpo se vuelve templo profanado, altar de monstruos sin rostro. Cada inhalación es un conjuro, un pacto con la muerte disfrazada de éxtasis. La mente se fragmenta en mil pedazos, serpientes que se enroscan en las vísceras, bailando la danza macabra del delirio.
¿Y qué queda después del estallido? Cenizas, ruinas, un grito atrapado en la garganta que nadie escucha. La droga es un dios cruel, un tirano sin piedad que exige sacrificios sangrientos: el alma, el tiempo, la esperanza.
En la oscuridad se multiplican los fantasmas, y la realidad se descompone, se retuerce y se revuelca en su propio vómito. Los sentidos arden, se desangran, y el cuerpo, un campo de batalla donde la razón es aniquilada.
¡Oh veneno! ¡Oh monstruo! En tu abrazo infernal, el hombre es niño, esclavo y rey caído en el abismo. Y en el abismo, solo queda el silencio, el eco sordo de un grito que nadie quiere oír.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario