Las paredes de la casa se parecen,
como si el tiempo las hubiese pintado
con la misma sombra,
la misma historia no dicha.
Una voz infantil responde
al eco que nace del suelo,
y sus palabras flotan
sí, como un grano de trigo
en el aire dorado de la siesta.
En una de las paredes están los retratos de familia:
rostros detenidos en la memoria,
ojos que aún buscan
el gesto perdido de un abrazo.
En la otra está la puerta, ese cuadro cambiante
que se transforma con cada tarde,
por donde yo entro
como quien vuelve a un sueño
que nunca terminó de irse.
Un mono hasta el infinito
salta en mi imaginación:
juguetón, eterno,
dibujado en las grietas del techo.
Y en un rincón olvidado,
reposan las botas de siete leguas,
como esperando al próximo paso
hacia el cuento aún no contado.
La primera vez que supe
que esa casa era también mi espejo,
fue cuando escuché esa voz,
cuando crucé esa puerta,
y todo —hasta el silencio—
me respondió por su nombre
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