La primera vez que lo vio, tenía las pupilas dilatadas y los sueños rotos. Estaba tirado en la entrada del metro, con una jeringa vacía en el bolsillo y la esperanza oxidada en la mirada. Aun así, ella lo miró como si aún quedara algo que salvar.
Se llamaba Nico, pero en la calle le decían "Sombras", porque aparecía y desaparecía sin dejar rastro. Ella, Clara, estudiaba enfermería y pasaba cada día frente a él, hasta que un día se detuvo. Le dio una manzana, luego un abrigo, y finalmente su tiempo.
Él le prometió que iba a dejarlo. Lo intentó, por ella. Hubo semanas de temblores, gritos y sudores. Ella no se fue. Le sostuvo la frente, le preparó sopa, le leyó poemas. Por un momento, parecían haber vencido.
Pero la calle no perdona y la abstinencia no olvida. Una noche fría, él salió "a por tabaco". Ella supo. Lo buscó tres días. Lo encontró en un descampado, con los labios morados y una sonrisa triste. En su mano, aún sostenía la pulsera que ella le había regalado, con su nombre grabado.
Clara no lloró. Solo se sentó a su lado y le susurró:
—Te quise incluso cuando tú no podías quererte.
Y se quedó allí, hasta que amaneció.
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