viernes, 18 de julio de 2025

La habitación de los peces eléctricos

Él la amaba como quien inhala un recuerdo por la nariz: rápido, intenso y con un leve sabor a óxido. Se llamaba Lía, aunque a veces decía que su verdadero nombre era Menta, como si su identidad dependiera del estado de su lengua o de la dirección del viento. Se conocieron una noche en que la luna era un globo desinflado colgando de un hilo invisible, y la ciudad olía a plástico quemado.


Desde el principio, supo que no estaba hecha de carne común. Dormía en una bañera llena de gelatina azul, y tenía un pez beta tatuado en la pupila izquierda. Decía que las drogas eran solo llaves, no puertas, y que el amor era un insecto que mutaba al contacto con la sangre.


Una vez, mientras compartían un cigarro relleno de lágrimas secas, ella le confesó:

—Yo ya no siento. Solo floto entre los días. Como un diente sin raíz.


Después de eso, empezaron a consumir Alucinium, una sustancia ilegal que se tomaba en gotas y te hacía habitar tus propios pensamientos como si fueran habitaciones de hotel. Él cayó en la adicción con la esperanza de entenderla. Pero en vez de acercarse, la perdió entre pasillos interminables de recuerdos falsos, donde ella bailaba con otros hombres que también tenían peces en los ojos.


Una mañana despertó en una ciudad donde los semáforos latían como corazones y los árboles susurraban en esperanto. Había una carta clavada en su pecho, escrita con tinta hecha de saliva:


“No me sigas. He vuelto al agua.”


Él intentó encontrarla en todos los estados alterados: en la sobriedad, en la psicosis, incluso en el limbo de los comatosos. Visitó a un chamán que vivía dentro de una nevera abandonada, y éste le dijo:

—Ella es parte del sistema nervioso del mundo. No puedes poseerla. Solo recordarla mal.


Con el tiempo, dejó de buscar. Compró una pecera y la llenó de luces de neón. Dentro puso un pez eléctrico que no nadaba, solo temblaba. Cada vez que pensaba en ella, se sentaba frente al cristal y lloraba mercurio.


Ahora vive solo. Dice que el amor no se olvida: se disuelve. Como un ácido lento, como un sueño que se deshace en las costuras del tiempo. Cuando alguien le pregunta por Lía, responde:

—No era real. Pero aún me duele.

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Loida

 loida— llevo tu corazón(lo llevo en mi pecho) jamás sin él donde voy tú vas, mi dulce; y todo lo que hago sólo tú lo haces, mi amor no temo...