En el bolsillo de una nube
guardabas pétalos de LSD,
y yo, colgado del aliento de un cometa,
bebía tus pupilas dilatadas.
Tu risa era un caleidoscopio roto,
y cada fragmento me hablaba en lenguas
que sólo las luciérnagas sordas comprenden.
Te amé como se ama una sobredosis de sol.
Las paredes goteaban versos anfetamínicos
mientras tus dedos —caminos de opio—
dibujaban galaxias sobre mi pecho
con tinta de adiós y saliva de unicornio.
Amor,
esa palabra que huele a gas mostaza
y sabe a terciopelo mojado en morfina,
me cosía la carne con hilos invisibles
hechos de tus latidos acelerados.
Bailamos sobre la cuerda floja del insomnio,
con un corazón en cada mano,
y los relojes derretidos nos gritaban
que el tiempo era solo una alucinación compartida.
Luego desperté.
Pero aún sangraban mariposas
de la herida que dejaste
en la esquina más sucia de mi realidad.
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