Al principio fue una cuchara.
Julián no le dio importancia. Pensó que la habría dejado en la cocina, o que la había tirado sin querer. Luego desapareció una toalla, después su bufanda favorita. Las cosas no se perdían: se esfumaban. Como si nunca hubieran estado.
Vivía solo desde hacía años, en un departamento de paredes opacas y ventanas que no daban a nada. Su cuarto —estrecho, luminoso, con una cama en el centro— era su mundo. Él lo llamaba "la pecera", porque desde allí veía todo, sin tocar nada. Observaba. Controlaba. O eso creía.
Cuando desapareció el primer libro, supo que no era descuido. Sintió un escalofrío. Alguien estaba entrando.
Cerró la puerta con llave. Luego clavó los postigos. Cambió cerraduras, bloqueó las rejillas de ventilación, selló con cinta adhesiva cualquier rendija por donde pudiera colarse una sombra. No dejó rendijas. Ni luz. Ni aire.
Empezó a dormir con un cuchillo bajo la almohada.
Y aun así, las cosas seguían desvaneciéndose. Su cepillo de dientes. Una zapatilla. El espejo del baño.
Entonces comprendió que no estaban entrando. Estaban saliendo. Las cosas se escapaban, como si huyeran de él.
Preso del pánico, cerró también la puerta del cuarto con doble vuelta. Era su refugio. Su pecera. Nadie más entraría. Ni siquiera el mundo.
Los días se hicieron lentos. No había más café, ni libros, ni agua. Solo él, su cama, y las paredes que parecían acercarse cada vez más.
Una mañana, estiró la mano para encender la luz.
El interruptor ya no estaba.
Y supo, finalmente, que lo último en desaparecer… sería él.
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