Llovía como si el cielo no tuviera ganas de detenerse. En una esquina olvidada del centro, el bar “La Frontera” abría hasta tarde para los que ya no esperaban nada del día. Era un sitio pequeño, con luces bajas y olor a trago derramado. Detrás de la barra, Marcos secaba vasos sin apuro, como si con eso pudiera alargar las horas.
A las dos de la mañana, cuando el ambiente era solo música suave y mesas vacías, entró ella.
Lucía.
Así se había presentado la primera vez que cruzó la puerta semanas atrás, vestida de rojo, con los labios a juego y una mirada que parecía pedir disculpas por adelantado. Esa noche no llevaba nada de eso, solo una chaqueta de cuero mojada, maquillaje corrido y una expresión que no buscaba llamar la atención. Pero la llamó.
Se sentó en la barra sin mirar a nadie.
—Un vodka doble —dijo, arrastrando las palabras.
Marcos le sirvió sin decir nada. No preguntó si estaba bien, porque sabía que la pregunta podía romper algo que aún no debía tocarse.
—¿Problemas? —se atrevió después de la segunda copa.
Ella se rió, sin alegría.
—¿Tú qué crees? Me dejó. Dijo que no podía seguir saliendo con "una como yo". Como si recién ahora se diera cuenta.
—Era un imbécil, entonces.
—Todos lo son. —Hizo una pausa—. ¿Y tú? ¿Eres imbécil también?
Marcos la miró, sin saber si la pregunta era una provocación o un escudo. Quizás las dos cosas.
—Tal vez —dijo, y le sirvió otra ronda.
Pasaron las horas. Ella hablaba y bebía, él escuchaba y asentía. Entre confesiones borrosas, risas que dolían y silencios que pesaban más que las palabras, se tejió una intimidad rara, hecha de abandono y vasos vacíos.
Cuando cerró el bar, ella seguía allí, tambaleándose al ponerse de pie.
—No quiero ir sola —susurró.
—¿A dónde?
—A ningún lado. Solo... no quiero estar sola.
Marcos no respondió. Cerró la puerta, la sostuvo del brazo y la acompañó a su cuarto, arriba del bar. Era un espacio pequeño, con cama deshecha y olor a cigarrillos fríos. Lucía se dejó caer sobre el colchón como si no pesara nada.
—¿Estás segura? —preguntó él, con la voz grave, cargada de dudas.
Ella lo miró, y por un momento pareció sobria.
—No. Pero no me detengas.
El resto fue silencio y tacto. No hubo pasión, ni promesas, ni redención. Solo dos cuerpos buscando calor donde no había más esperanza, dos naufragios abrazados en la misma tormenta.
Al amanecer, ella dormía envuelta en una sábana, y él fumaba en la ventana, viendo cómo la lluvia por fin había cedido.
Sabía que cuando despertara, nada cambiaría. Pero por esa noche, al menos, el mundo había sido un poco menos cruel para ambos.
Hace tiempo que leí lo último escrito, después lo releí y hoy he vuelto a leerlo y he llegado a la conclusión ( errónea o no) que hay historias que están condenadas a terminarse, y siempre es para bien aunque a veces lo sepamos verlo o nos cueste aceptarlo. A veces la única manera de que permanezca vivo es matando una parte.
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