Todo empezó con la tos... sí, esa tos... seca, como si me royeran desde dentro... no era nada, claro, nunca es nada al principio... pero uno sabe... uno siempre sabe... y yo lo sabía... desde que dejé la fábrica... desde que dejé de mirar a los ojos... de cualquiera... todos dan asco, sí, incluso los buenos, sobre todo los buenos...
Vivía en ese cuartucho del final del pasillo... el del papel marrón en las ventanas... el que huele a sopa rancia y a pies... y a fracaso, sobre todo a fracaso... compartido... como todo lo malo... las cucarachas también lo compartían... las muy putas...
La vecina de arriba chillaba otra vez... el niño llorando, el padre gritando, la botella rodando por el suelo... qué armonía... una sinfonía de miseria... ni Beethoven habría hecho algo tan exacto... tan afinado...
Yo salía poco, cada vez menos... ¿para qué? Las calles son un vómito constante, de gente, de coches, de mentiras... y yo en medio... arrastrando los pies... con esa cara... esa cara que se me pega en los cristales del metro... como una pregunta sin respuesta...
Fui a la oficina de empleo, otra vez... el tipo ni me miró... tecleaba como si le importara... como si la pantalla le contara historias mejores que la mía... y no lo culpo, no... mi historia apesta... como yo... como todos...
—No hay nada para usted... —dijo sin levantar los ojos.
Y pensé... claro que no, imbécil, nunca hubo nada para mí...
Salí... llovía... como si el cielo también quisiera escupirme en la cara... y lo entendí... lo entiendo todo... es la gran broma... la vida... esa broma sin gracia que te cuentan al oído mientras te roban los zapatos...
Volví a casa... tosí... otra vez... y me reí... una risa fea... de esas que no hacen ruido pero duelen...
Y entonces supe que ya estaba... que ya no quedaba nada por romper...
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