En una ciudad donde los relojes latían y las nubes susurraban secretos, Ana se enamoró de un hombre que solo existía en los reflejos del agua. Cada mañana, él le sonreía desde los charcos, los espejos rotos, o una taza de té. Nadie más podía verlo.
Una noche, la luna descendió y le dijo:
—Si lo amas, salta.
Ana se lanzó al estanque del parque y nunca emergió. Desde entonces, cada vez que llueve, las calles se llenan de reflejos que se miran entre sí, tomados de la mano. Y los relojes... los relojes ya no laten: suspiran.
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