ella se enfadaba.
no como se enfada la gente normal.
se enfadaba como tormenta,
con gritos, con golpes,
con esa mirada que no buscaba entender,
sólo destruir.
y yo
la amaba.
la amaba con los ojos cerrados
y el alma abierta,
como un idiota que se deja morder
y aún así mueve la cola.
decía mentiras
como si fueran poemas.
yo las leía,
las creía,
las aplaudía.
me decía
“no pasó nada”
y yo le ponía flores en el pelo
aunque olieran a otra cama.
¿qué se hace
cuando el amor es una herida
que uno besa para que no duela tanto?
la perdoné.
mil veces.
mil veces sabiendo
que no era justo,
ni sano,
ni amor —
pero era todo lo que tenía.
yo no quería una mujer perfecta.
solo quería
que ella se quedara.
y se quedó.
a veces.
con puños,
con humo,
con mentiras entre los dientes.
yo dormía con el enemigo,
y aún así soñaba con ella
como si fuera el paraíso.
ahora está lejos,
pero a veces juro
que la escucho en mi cabeza
decirme que todo era culpa mía.
y quizá lo fue.
porque cuando uno ama sin medida,
se vuelve invisible
hasta para sí mismo.
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