La locura me visita los martes,
no los lunes, porque respeta el tedio.
Toca la puerta con los nudillos de una madre
que perdió a su hijo en una plaza pública.
No entra. Me mira. Y se va.
Pero deja encendida la lámpara rota
donde habitan las moscas.
A veces la confundo con Dios
porque se esconde igual de bien.
Yo no estoy loco.
Solo que la ciudad me habla
cuando no hay nadie en la calle.
Y el semáforo parpadea como si tuviera epilepsia
o tristeza.
Y los perros huelen mi sombra
como si supieran que está vacía.
He probado todos los medicamentos,
todos los templos,
todas las madres.
Y sigo aquí.
Escribiendo con el puño lleno de dientes,
con la lengua rota de tanto silencio,
con el cerebro como un cuarto de motel
donde alguien murió y nadie limpió.
No hay cura.
Solo hay papel.
Y el papel es el espejo donde me hablo
para no gritarle al techo.
La locura es este poema.
Y tú, que lo lees,
estás a punto de contagiarte.
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