Yo no estoy loco.
Es el mundo el que se rompió adentro de mi cráneo.
Yo no estoy loco:
tengo los ojos llenos de cuchillos
y la lengua untada con esperma de dios muerto.
La razón es un uniforme.
Yo me lo quité.
Yo me arranqué la etiqueta del alma
y bajé, desnudo, al sótano donde chillan los ángeles deformes.
La locura no es grito.
Es silencio que se retuerce con olor a hospital.
Es escuchar los pensamientos de los objetos,
ver la forma en que la silla me odia,
sentir la traición del aire cuando respiro.
He probado la lucidez.
La cuerda es un potro de tortura.
La cordura es obediencia del cuerpo a una ley que no escribí.
Prefiero morderme los dedos
antes que escribir otra frase normal.
Prefiero tragarme mi sombra
antes que firmar con sangre el contrato de lo “estable”.
Yo no quiero curarme.
Quiero explotar.
Quiero que el mundo sepa cómo cruje una mente
cuando Dios se suicida en ella.
No me miren.
Escúchenme desde el estómago.
Sientan esta voz que no es mía,
es del otro que vive en mi médula.
Ese otro.
Ese gusano.
Ese niño invertido.
Ese útero al revés.
Ese que reza con espuma en los labios.
Yo no estoy loco.
Estoy abierto.
Estoy poseído de humanidad sin filtro.
Estoy enfermo de conciencia.
Y la conciencia,
¡maldita sea!,
es el delirio más perfecto.
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